ESCAPADAS MENTALES

 “Vacaciones para tu cabeza: cómo tener una escapada mental” decía el título. Y se preguntaba “¿Se puede disminuir el nivel de ansiedad y estrés sin moverse de lugar?”. Aquella nota generó en su momento una catarata de memes contra el Macrismo. Clarín no había tenido mejor idea que publicarla un 16 de enero, mientras la gente se derretía en el asfalto de la ciudad ante la imposibilidad de irse a la costa por la crisis. La idea de imaginarse las vacaciones parecía más bien salida de un sketch de Guille Aquino, que de un diario propagandista. Aunque vale aclarar dos cosas. La primera es que, siendo justos, el contenido original solamente pretendía darnos algunos tips de relajación por parte de un especialista en la materia. Y la segunda es que el día que finalmente me decidí por estudiar comunicación, no tuve en cuenta que existían carreras más redituables económicamente hablando, como la de instructor en respiración. Ahora, yendo específicamente a lo que nos ataña, aquél artículo me sirvió de disparador para comprender que vivimos constantemente deseando el futuro. Disociados del presente.

Pasamos las horas esperando que sean las seis para rajar del laburo. Nos tomamos el bondi camino a casa y mientras viajamos queremos que los minutos se pasen lo más rápido posible. Cuando llegamos nos damos cuenta que ya casi finaliza el día y todavía nos falta limpiar, ordenar, cocinar, lavar los platos y terminar el informe que el jefe pidió “para ayer”. Entonces anhelamos el bendito fin de semana. Pero después se esfuma el sábado en la cola del supermercado o lavando el auto. Y el domingo cumplimos con algún compromiso familiar y al volver ya nos vamos preparando la ropa para el lunes. Así transcurren los meses con frases como “este año se me pasó volando” o “¿ya sabés qué vas a hacer en Navidad?” (en pleno septiembre). Prácticamente la vida se convierte en un conjunto de obligaciones ineludibles, donde la felicidad pasa por comprarse alguna chuchería que no entendemos muy bien para qué sirve, pero estaba de oferta y en 12 cuotas. Y si un feriado tenemos la posibilidad de irnos a cualquier lado, no le decimos “mini-vacaciones” le decimos “una escapadita”. ¿De quién nos escapamos?

De nosotros mismos. De la insatisfacción de saber que pasamos 240 días al año trabajando, obteniendo como recompensa la módica cifra de 14 de vacaciones. Destinamos al menos el 50% de nuestro tiempo entre jornada laboral y viaje. Y repartimos las 12 horas restantes para hacer todo el resto, dedicándole al descanso 5 o 6 horas con suerte (lo aconsejable es 8). Por eso a un viaje de un par de días le decimos “escapada”. Porque es algo más que unas simples vacaciones, es salirse de la vorágine por un ratito. Pero peor aún, cuando vamos al cine con amigos, le decimos “salida”. Como si estuviéramos presos y nos permitieran cada tanto una salida transitoria. Y si vamos a un restaurante con nuestra pareja, le decimos “comer afuera”. Por más que la cena sea en un subsuelo, ese pequeño instante de placer significa estar afuera de la rutina. Maldita palabra, si las hay. Proviene etimológicamente del francés routine y quiere decir “andar por una ruta conocida”. Porque cambiar de rumbo implicaría derribar el esquema de producción para el que nos amaestraron, supongo. ¿De qué nos escapamos?

De lo que somos. De lo que nos enseñaron en el colegio, básicamente. Porque ya desde chiquitos nos adiestran para el día de mañana poder trabajar. Para ser alguien, como se suele decir. En la escuela no podés llegar tarde. No importa si te quedaste dormido o tuviste un problema de relativa gravedad. Porque algún día serás grande y vas a cumplir con una jornada rigurosamente estricta. Durante la cursada podés preguntar, pero no podés cuestionar. Porque cuando crezcas y te insertes en el mercado laboral, no vas a tener oportunidad de replantearte si realmente te gusta lo que hacés. Y hasta tenés que pedir autorización para ir al baño, por más que ya hayas cumplido 17 años y estés a punto de egresar. Nos convertimos, sin saberlo, en el engranaje de una máquina cuyo único objetivo es producir la mayor cantidad de riqueza posible y acumularla en manos de un selecto grupo. Pero para no sospechar que estamos totalmente enajenados, estos tipos tienen la generosidad de otorgarnos dos semanitas de licencia. ¿Hacia dónde vamos?


En teoría hacia una “nueva normalidad”, como le dicen ahora. Normalidad que no tiene ninguna mejora si solo va a ser un cover improvisado de la anterior. Si la pandemia no sirvió para recapacitar y vamos a hacer exactamente lo mismo que antes pero con barbijo, entonces no hay futuro. Si solamente aprendimos a valorar la “libertad” de tomarnos una birra en la esquina, está todo acabado. Porque esa “libertad” se evapora más rápido que las burbujas de la mismísima cerveza. Un estimado compañero me dice siempre que vivimos en trance. Como si estuviéramos hipnotizados entre planillas de cálculo y programas de chimentos. En igual sentido, el filósofo Darío Sztajnszrajber reflexionó sobre la cuarentena: “Estamos todo el tiempo queriendo tener más tiempo. Ahora que tenemos el tiempo y vemos adentro nuestro, vemos lo que nunca queremos ver. Por eso en vez de estar conectados con nosotros mismos preferimos estar laburando o mirando la tele. Son las cosas que hace la gente para tratar de olvidar que en el fondo... no hay fondo”. Quizás el fondo haya que construirlo. O deconstruirlo, mejor dicho.


Cristian Mileto

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